“Generalmente se llama
conspiración a una acción o conjunto de acciones secretas realizadas por varias
personas con ánimo de unirse contra su superior o soberano” (Wikipedia)
Cuando tuve la idea sobre este
artículo mi motivación principal fue que llegara a ser leído por profesionales
de la docencia, ya que honestamente el objetivo principal es despertar en ellos
un anhelo adicional al que ya llevan sobre sus hombros; sumar a su deseo de ser
formadores la ardua tarea de ser educadores
de valores.
La educación (desde la realidad
venezolana que es a la que puedo referir como fuente de mi naciente
experiencia) ha tomado una línea muy práctica y empírica; alejada de modelar
conductas se ha centrado en lo técnico, en el hacer, y eso la introdujo en el
estéril mundo de la neutralidad. Fuera de cuestionar temas morales (salvo los
que el común todavía considera universalmente buenos o malos), maquetas,
trabajos, dibujos, guías para colorear, dictados y cálculos matemáticos van
construyendo generaciones que saben acatar y resolver, anotar y completar,
callar y obedecer, recibir sin cuestionar, tecnificarse sin ese pensamiento
abstracto que iría más allá de un sí o un no sino que profundizaría en las
intenciones de una causa, pregunta o actividad.
Pronto, muy pronto, el común de
los padres (papá y mamá) se han ido rindiendo a la lucha de fomentar valores.
Hablar de temas de Dios se desvinculó de la religión, la moral se relativizó y
lo material se convirtió en el reforzador positivo de las conductas. Los padres
se han venido convirtiendo en proveedores serviles de sus hijos porque la idea
de felicidad ya no va unidad a la verdad sino a evitar el dolor, el llanto y
las frustraciones. Los niños no reconocen con facilidad que han hecho algo malo
porque inmediatamente se les coloca una cortina sobre sus malas obras y se les
brindan solo motivadores positivos que estimulen su autoestima, un autoestima
que va aprendiendo a vivir con la mediocridad.
Este panorama solo alberga la
esperanza de ser superado y mejorado, con calma y mucha paciencia en la figura
del docente. Ciertamente hoy se escucha: “la escuela forma no educa”, pero
¿siempre fue así? Las generaciones de comienzo y mediados del siglo XX recordaban
sobre sus tiempos de estudiantes, colegios públicos y privados, que se les
enseñaban modales y buenas costumbres y donde inclusive Dios, en el abrigo de
la fe católica, era respetado, enseñado y orado en los patios de las escuelas.
Y ese docente, fuente de autoridad y de respeto, inclusive por encima de los
padres, era una persona formada en su área pero también con una proyección
ética, moral y cultural alta. Saber vestir, saber hablar, saber imponer respeto
era quizás su sello profesional. Así, amigo docente, en el mundo secularizado,
tu figura en el tablero de ajedrez es de suma importancia y ahí tu batalla se
pinta difícil pero estadísticamente prometedora.
Por las aulas de clase pasan como
promedio mínimo anual 30 estudiantes. 30 estudiantes que a su vez representan
30 familias. 100 docentes entonces le estarían llegando con facilidad a 3000
familias y 1000 docentes a 30.000. Su impacto podría ser efectivo si se
desvinculan de ese concepto de ser la guardería de hijos, el mandante de
programas o el proveedor de responsabilidades técnicas. La fuente principal de
educar a un ser humano se centra en su capacidad de hacerle pensar, cuestionar,
reflexionar y trascender. No se trata de amaestrar niños o jóvenes como
amaestramos a una mascota doméstica. Y aquí salto al objetivo principal de mi
artículo, el salto directo, se trata de volver
a llevar a Dios a las aulas.
Esa es la conspiración que
ayudaría a las naciones a superar el fundamentalismo, la corrupción, la
delincuencia, la demagogia política, el fanatismo, el laicismo o secularismo y
en conclusión el pecado. Y no porque el pecado no se seguirá cometiendo, sino
porque su conciencia como algo malo no sería relativizada o eliminada de las
mentes como de hecho hoy siento viene ocurriendo.
Gobiernos, reyes,
fundamentalistas, podrán dictar leyes que prohíban hablar de Dios en las aulas,
que mermen el pensamiento crítico y que busquen domesticar sociedades; pero al
final eres tú y tus alumnos, amigo(a) docente, el que tiene el mando y la
privacidad, la autonomía y el respeto (si te los sabes hacer ganar) para educar
a esos jóvenes que todavía les dicen con cierta veneración: “buenos días
profesor(a)”
La fe que tengo puesta en la
educación no es superior a la fe que tengo puesta en Dios. Pero sí creo que Dios
tiene, de todas las soluciones posibles, su mayor fe en el mejoramiento de las
conductas del mundo a través de la educación, esa que le recuerde al hombre el
por qué cuando su Creador lo creó exclamó: “¡Muy bueno!”, porque sabía que esta criatura, hecha a su imagen y
semejanza, tenía el potencial de amarle con el pensamiento, cultivado por el
conocimiento de su amor y su entrega hacia nosotros. No olvides amigo educador,
tu poder en las aulas tiene la capacidad de transformar el mundo. Dios los
bendiga, nos vemos en la oración.
Lic. Luis Tarrazzi
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