Es complejo hablar del perdón de Dios porque muchas veces, de manera muy superflua, hablamos solo de que Dios perdona olvidando y, en la realidad humana, el perdón es prácticamente imposible lograrlo a ese nivel de amnesia. Como bien le escuché una vez decir a Martín Valverde (música católico) en una previa a su canción Debes primero perdonar: “Perdonar no es olvidar, es recordar sin la herida” y siendo así, es la única forma de conectar el perdón de Dios (que sí es amnésicamente perfecto) con el perdón nuestro.
He tenido necesidad de hablar de
esto porque, como muchas de las cosas que escribo, el tormento emocional que me
ha acompañado, no pocas veces, a lo largo de la vida cuando, ganándome la
confianza de personas que aprecio me han hablado de su pasado con heridas o
errores (como el de todos), a veces he sentido emociones de celos o rabias,
absurdas, pero reales, muy reales. Y las califico de absurdas porque no podemos
culpar a nadie de su pasado cuando, con mayor razón, nosotros no estuvimos
presente en eso momento histórico de sus vidas. Pero esto también puede ocurrir
en presentes compartidos, con una infidelidad, traición, decepción o abandono
que, legítimamente, nos hiere y requiere ser sanado y superado; más cuando por
encima de la decepción y el error está el deseo de seguir amando a esa persona y
también está presente el propósito de reparar el daño por parte del que nos
afecta.
Detrás de esto, abrazando la
doctrina católica y la realidad espiritual que nos acompaña, son muchos los
demonios que nos torturan con cuestionamientos morales, colocan ideas o
imágenes en nuestras mentes que recuerdan los momentos narrados, no vividos por
uno; y al final nos alejan de ese modelo de perdón que ejercía Jesús, un perdón
tan sublime, tan desinteresado, tan fuera de condiciones pero centrado en una
realidad: nuestros errores afectan a
Dios porque “por tanto amarnos
entregó a su único hijo para la salvación de todos”. Un sacerdote me explicó
muy bien, hace años, que a Dios nada puede dañarlo o ponerlo en peligro, pero
sin duda hace empatía con nuestro sufrimiento, aún en pecados que no pensamos
graves o inclusive nos gustan, generando en él estados de dolor y preocupación
muy propios de quien ama, porque quien ama necesariamente sufre, se preocupa,
cela y cuida.
Yo me he enamorado y enamorarse
es hermoso. Cuando te enamoras te compenetras con la emoción más extraordinaria
que podemos experimentar: el amor. ¡Claro!, me refiero a un amor sano,
recíproco, con proyección en el tiempo, alejado de pasiones y obsesiones.
Pensando en el amor es que me dije un día: “Si yo soy capaz de amar así, tan
absolutamente, que abarque mis pensamientos y deseos, ¿cuánto más intenso y
profundo no me amará Dios? Esta ley se me hizo más aguda en el entendimiento
cuando, conociendo a seres que he amado (no todos relacionados a parejas) y
cuando la confianza fue creciendo para confesarme cosas de sus vidas, pasadas o
presente, me podía sentir herido o decepcionado. Es literalmente como la muerte
de una imagen o idea para descubrir lo que en realidad deberíamos conocer y
amar: la identidad. Ahí hay como una
fractura entre el corazón y la razón, un corazón que, a ejemplo de Dios, quiere
seguir amando, pero una razón que filtrada por egoísmo y juicios condiciona los
motivos de ese amor. Son torturas duras, son demonios presentes, son
pensamientos hirientes y diría nada sanos. Pero ¿cómo combatirlos?
Ojalá yo tuviera la receta a esa
solución, solo quisiera exponer una idea de camino que aún no puedo presumir he
transitado. Si la rabia o tormentos de la mente están vinculados a un pasado
muerto de la vida de la persona que amas pero que durante tu compartir con ese
ser, su presente contigo, ha sido extraordinariamente bueno(a), pues debes
escuchar la voz de tu corazón y perdonar y amar a imagen de Cristo. Cristo veía
al pecador, y fuese cual fuese su pecado no sentía mayor necesidad que consolar, convertir y liberar. Cristo
no se engancha en emociones negativas ni decepciones, brinda una oportunidad de recomenzar, nos dice: “aunque
vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque
sean rojos como el carmesí, como blanca lana quedarán”. (Isaías
1,18). Así, el mayor tormento del demonio para el que se equivoca es hacerle
pensar que no hay perdón posible, que no es merecedor del amor y la felicidad.
Y el mayor tormento para quien debería perdonar o sencillamente acompañar un
dolor confesado, es esa sensación como de vacío, de hueco, de celos negativos, de
rabia, de decepción, de impotencia. Pero además, pensando en mi pasado, quizás
en lo que humanamente solo yo sé ¿no habrán cosas más terribles y
decepcionantes que aquellas que alguna persona se atrevió a contarme porque
confiaba en mí?, claro que sí las hay. ¿Entonces?, “miro primero la paja en el ojo de mi hermano y no miro la viga que hay
en el mío”. La mejor manera de enfrentar a estos demonios es diciendo
sencillamente como le dijo Jesús a la mujer adúltera, solo que con el permiso
del lector lo voy a parafrasear: “Mujer,
¿dónde está Dios condenándote?” y al ver que Dios no la condena debo decir:
“pues yo tampoco te condeno…”
Si el perdón requerido es por una
herida presente, un amor en ejercicio, será más duro, pero Jesús también tiene ejemplo
para esto desde la cruz. Al ver a sus verdugos ahí, riéndose y burlándose de él
solo exclamó: “¡Padre, perdónalos porque
no saben lo que hacen!” (Lucas, 23,34). Es verdad que no todas las
relaciones nos convienen, que hay personas que sencillamente por salud física o
emocional debemos dejar ir aunque duela, pero el perdón debe estar siempre presente
porque el perdón nos libera de esos demonios que clavan finas agujas en nuestro
entendimiento, sobre todo cuando estamos en estados de silencio y soledad, como
en las horas de la noche o madrugada.
Al final la gran tarea es
acercarnos al perdón de Dios a ejemplo de Cristo, con nuestra limitante humana,
no olvidando sino sanando, viéndonos en el espejo de nuestras culpas antes de
ver las culpas y errores externos. Al final, es cierto, al perdonar saldremos
derrotados, derrotados pero por el amor, porque quien ama se entrega en Dios al
deseo de ser feliz y hacer feliz a quien ama. Dios los bendiga, nos vemos en la
oración.
Luis Tarrazzi
No hay comentarios:
Publicar un comentario