No es fácil reconocer que Dios en
nuestras vidas se puede convertir en una suerte de actividad de vida, por encima de un valor de vida. La diferencia, no tan sutil, se nota en las cosas
que defendemos y que nos resultan innegociables vs las cosas que hacemos y nos
dan protagonismo, cuota de poder y algo de liderazgo (seguidores).
Por ejemplo, la vida de un santo
se reconoce porque Dios fue su valor de vida. Nada, absolutamente nada, estaba
por encima de Dios. Dios se convierte en ese escalador que sube el Everest del
corazón y una vez ahí es el gran conquistador de nuestros pensamientos,
palabras y obras. Los santos se equivocaban y pecaban, pero justamente por
tener a Dios como un valor sabían detectar esos errores y los corregían. Así,
como señalaba magníficamente el Santo Cura de Ars, San Juan María Vianney: “Los santos no todos han empezado bien pero
todos han sabido terminar bien”.
El mundo parroquial y pastoral para
personas más comunes y mundanas, como yo, recibe inicialmente a Dios como una
actividad: “soy catequista, soy cantante,
soy coordinador pastoral, soy, soy, soy” algo que, palabras, palabras
menos, “soy bueno porque trabajo en la
Iglesia”. Y resulta que no son los buenos los que van al cielo sino los que
aceptan por medio de la fe la gracia de Jesucristo que les permite entregar el
corazón al amor de Jesús, vivir la conversión y hacer de Dios un valor de vida. Y de eso derivan las
buenas obras, no al revés.
¿Qué es un valor de vida?, como
ya señalé, ese innegociable que nos pone de mal humor cuando es afectado o
agredido. Las grietas de esa valor en la fe católica se notan cuando las
personas empiezan a defender valores humanos por encima de valores divinos, cuando
da lo mismo el matrimonio entre personas homosexuales o heterosexuales, cuando
da lo mismo la castidad o vivir la sexualidad fuera del sacramento, cuando da
lo mismo confesarme por mi cuenta o con un sacerdote, cuando da lo mismo
comulgar en gracia o sin ella, cuando el aborto es una opción en casos de violación
o enfermedad, cuando mi pareja, mis hijos, mis padres son mucho más importantes
que Dios, o más agudo aún, se convierten en nuestros dioses.
Es necesario reconocer esto
porque así conocemos la distancia que nos falta recorrer desde donde estamos
hasta donde Dios quiere que estemos. No hacerlo es estancarnos en nuestros
títulos, adjetivos y reconocimientos. Al quedarnos ahí, se muere de inanición el
principal atributo que tiene un santo: la humildad.
La doctora Santa Catalina de
Siena al referirse al hombre decía: “somos
nada con pecado”, un doble reconocimiento a lo que como hijos de Dios
deberíamos sentir ante el amor inmenso de nuestro Creador. Sí María, la más santa y pura después de
Cristo, se definió a sí misma, en el Magníficat, “…la esclava del Señor…” nuestro deber es ser esclavos del amor,
algo que implica colgar el ego de nuestras codicias.
Uno nota, porque yo he tenido
esas emociones, que muchas veces la necesidad de reconocimiento o de sostener
por años cargos de poder y
reconocimiento refuerzan al Dios –
Actividad y eliminan al Dios –
Valor. También es justo reconocer que pocas cosas, por no decir ninguna,
estimulan en nuestras vidas hacer lo que Dios nos pide, no hay mucha sintonía
entre los requisitos para salvarnos y los requisitos para vivir “felices” esta
vida temporal. Por eso, temas como la anticoncepción, la pornografía, la
burocracia, el hedonismo (búsqueda del placer), el dinero y poder suprimen
elementos de fe como la: providencia, austeridad, la vida, el sacrificio y la
solidaridad.
Los buenos no van al cielo, la
puerta para entrar al cielo requiere algo más que ser buenos, requiere
renunciar a nosotros mismos, tomar la cruz del desprecio, el servicio, la
persecución, la impopularidad, inclusive la soledad y liberados de todo decir
como San Pablo pudo llegar a decir: “Con
Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en
mí” (Gálatas 2). Dios los bendiga, nos vemos en la oración.
Luis Tarrazzi
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