jueves, 7 de julio de 2016

DIOS COMO ACTIVIDAD O DIOS COMO VALOR DE VIDA



No es fácil reconocer que Dios en nuestras vidas se puede convertir en una suerte de actividad de vida, por encima de un valor de vida. La diferencia, no tan sutil, se nota en las cosas que defendemos y que nos resultan innegociables vs las cosas que hacemos y nos dan protagonismo, cuota de poder y algo de liderazgo (seguidores).

Por ejemplo, la vida de un santo se reconoce porque Dios fue su valor de vida. Nada, absolutamente nada, estaba por encima de Dios. Dios se convierte en ese escalador que sube el Everest del corazón y una vez ahí es el gran conquistador de nuestros pensamientos, palabras y obras. Los santos se equivocaban y pecaban, pero justamente por tener a Dios como un valor sabían detectar esos errores y los corregían. Así, como señalaba magníficamente el Santo Cura de Ars, San Juan María Vianney: “Los santos no todos han empezado bien pero todos han sabido terminar bien”.

El mundo parroquial y pastoral para personas más comunes y mundanas, como yo, recibe inicialmente a Dios como una actividad: “soy catequista, soy cantante, soy coordinador pastoral, soy, soy, soy” algo que, palabras, palabras menos, “soy bueno porque trabajo en la Iglesia”. Y resulta que no son los buenos los que van al cielo sino los que aceptan por medio de la fe la gracia de Jesucristo que les permite entregar el corazón al amor de Jesús, vivir la conversión y hacer de Dios un valor de vida. Y de eso derivan las buenas obras, no al revés.

¿Qué es un valor de vida?, como ya señalé, ese innegociable que nos pone de mal humor cuando es afectado o agredido. Las grietas de esa valor en la fe católica se notan cuando las personas empiezan a defender valores humanos por encima de valores divinos, cuando da lo mismo el matrimonio entre personas homosexuales o heterosexuales, cuando da lo mismo la castidad o vivir la sexualidad fuera del sacramento, cuando da lo mismo confesarme por mi cuenta o con un sacerdote, cuando da lo mismo comulgar en gracia o sin ella, cuando el aborto es una opción en casos de violación o enfermedad, cuando mi pareja, mis hijos, mis padres son mucho más importantes que Dios, o más agudo aún, se convierten en nuestros dioses.

Es necesario reconocer esto porque así conocemos la distancia que nos falta recorrer desde donde estamos hasta donde Dios quiere que estemos. No hacerlo es estancarnos en nuestros títulos, adjetivos y reconocimientos. Al quedarnos ahí, se muere de inanición el principal atributo que tiene un santo: la humildad.

La doctora Santa Catalina de Siena al referirse al hombre decía: “somos nada con pecado”, un doble reconocimiento a lo que como hijos de Dios deberíamos sentir ante el amor inmenso de nuestro Creador.  Sí María, la más santa y pura después de Cristo, se definió a sí misma, en el Magníficat, “…la esclava del Señor…” nuestro deber es ser esclavos del amor, algo que implica colgar el ego de nuestras codicias.

Uno nota, porque yo he tenido esas emociones, que muchas veces la necesidad de reconocimiento o de sostener por años cargos de poder  y reconocimiento refuerzan al Dios – Actividad y eliminan al Dios – Valor. También es justo reconocer que pocas cosas, por no decir ninguna, estimulan en nuestras vidas hacer lo que Dios nos pide, no hay mucha sintonía entre los requisitos para salvarnos y los requisitos para vivir “felices” esta vida temporal. Por eso, temas como la anticoncepción, la pornografía, la burocracia, el hedonismo (búsqueda del placer), el dinero y poder suprimen elementos de fe como la: providencia, austeridad, la vida, el sacrificio y la solidaridad.

Los buenos no van al cielo, la puerta para entrar al cielo requiere algo más que ser buenos, requiere renunciar a nosotros mismos, tomar la cruz del desprecio, el servicio, la persecución, la impopularidad, inclusive la soledad y liberados de todo decir como San Pablo pudo llegar a decir: “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2). Dios los bendiga, nos vemos en la oración.

Luis Tarrazzi

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