“Debemos anteponer la
misericordia al juicio”, frase que forma parte del discurso u
homilía que nos ha regalado el Papa Francisco para iniciar el año de la
misericordia, y ¿qué mejor fecha para hacerlo que el día de la Inmaculada
Concepción?
Francisco cuenta dentro de sus escuchas
con dos tipos de pensamientos equivocados: los
que sienten que no evangeliza con
firmeza y los que sienten que los justifica en sus realidades de vida.
Pues a esas dos corrientes de pensamientos les digo, con mucho respeto, que
están equivocados.
Jesucristo en su ministerio si
algo enseñó a la fe fue a bajar el dedo, a dejar de señalar, pero siempre invitando a la conversión. Por eso
la palabra misericordia sin conversión es un veneno para el que desea entender
la piedad de Dios y su amor. Así logramos entender esa frase del apóstol
Santiago cuando dijo: “Habrá un juicio
sin misericordia para quien no practicó la misericordia, pero la misericordia
triunfará sobre el juicio”. La Iglesia cuando es invitada por el Santo
Padre a practicar la misericordia es una llamado firme a evangelizar la
conversión de sus fieles, de todos aquellos que viviendo la condición de vida
que sea, la condición moral que sea, reconozcan en Jesús una fuente de verdad y
esa verdad tiene que confrontarnos,
tiene que invitarnos a corregir. Ahí, ese amor de Dios que ofendemos con
nuestras faltas, nos escucha, como lo expresa la parábola del hijo pródigo, nos
perdona y nos recibe.
Es aquí donde siento se pretende,
del lado de algunas ideologías de género relativista o contrarias al
pensamiento católico (sobre todo del lado demagógico de muchos políticos) pervertir
el mensaje de Jesús, porque muchos quieren que la Iglesia omita la conversión y
el pecado que le antecede a la mera y simple expresión: “Acéptame y respétame como soy”. Es un gran salto de soberbia y poca
humildad, distante al mejor ejemplo de humildad y obediencia que recordamos en
una fecha como la de hoy, de la Inmaculada Concepción.
La misericordia no entra a la
fuerza de la mano de las emociones, de las superficialidades del mundo y mucho
menos de lo que la Iglesia tiene bien definido, por Palabra de Dios y por Tradición
Apostólica, como el pecado. Así la Iglesia busca nuestro bien mayor, la
salvación, por encima de acomodarnos en un mudo finito, cada vez más anti
católico y abiertamente relativista.
Cuando Francisco pide anteponer
la misericordia en la Iglesia al juicio llama
a que ese mensaje de salvación no sea una suerte de secreto de privilegiados,
de aquellos que se sientan superiores a otros; sino que, al contrario,
justamente se les abra la puerta a los alejados, a los obstinados en el error,
a los que se sienten indignos y que han
convertido esos sentimientos en odio y rencor hacia este banco de salvación que
es la fe católica. Pero eso no implica desacralizar lo sagrado. Manchar a Jesús
en el pecado de la indiferencia. Abrir la comunión eucarística para todos sin
un mínimo de examen de conciencia, de pudor y de respeto. Jesús recibía a
todos, sanaba a todo el que le buscaba pero no olvidemos que la firma de muchos
de sus milagros era: “Vete y no peques más”, es
decir, su misericordia entraba previo a una conversión, a un decir como aquel
centurión: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya
bastará para sanarle”. Hoy ese sanarle (que refería al siervo de aquel
centurión) se lo decimos en primera persona porque somos nosotros los que necesitamos
sanación interior.
Yo noto mucha soberbia anárquica
en las ideologías de género nacientes, unas que pareciera no quieren de entrada
confesar que desean sociedades laicas donde las religiones no digan, a los que
pecamos, que la persistencia en una conducta nos puede costar la salvación. Es
un engaño demoníaco que vende una misericordia pirata, falsa, que no involucra
una necesidad de cambio sino que obliga a Dios a aceptar al pecador tal cual
es.
Tengamos cuidado y celo de las
verdades reveladas. Porque sí hay una fuerte maquinaria que quiere vender la
idea de que la Iglesia está obligada a desechar las verdades de salvación por
una suerte de esnobismo democrático, donde la opinión de las mayorías
representan la voluntad de Dios; ese falso argumento de que “la voz del pueblo es la voz de Dios” ya
que francamente me cuesta ver a Dios en esos pueblos que gritaban
mayoritariamente: “crucifíquenlo,
crucifíquenlo” o que daban vítores a Hitler, Stalin o a gobiernos
autócratas. Un pueblo será la voz de Dios cuando primero escuche y cumpla su
voluntad, nunca al revés. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.
Lic. Luis Tarrazzi
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