Antes de escribir este artículo tuve que esperar una
respuesta de uno de mis dos formadores a distancia (porque ellos no saben de
mi) que es el Padre Antonio Fortea (el otro es el Padre Fray Nelson Medina).
Tras recibir la respuesta, me aventuré a escribir este artículo siempre enfatizando que mi
ser y mi fe están sometidas a la doctrina del magisterio de la Iglesia Católica y
si por ello mañana debo retractarme de lo que afirmaré, sin dudar lo haré. El
Padre Fortea me respondió lo siguiente: “Muchos piensan como lo has dicho, sí”.
Pero ¿qué fue lo que pregunté? A continuación en mi artículo lo entenderán.
En los no pocos análisis que muchos teólogos y no teólogos
han desarrollado en torno al sentido de la venida de Jesús al mundo muchos han
cometido, para mí, el error interpretativo de pensar que Cristo solo vino al
mundo a morir por nuestros pecados, a ser castigado y castigado a suerte de
cruz. Al final, el mismo profeta Isaías ya lo había comentado en el capítulo 53
de su libro. Pero el mismo catecismo en sus numerales 458, 459 y 460, explican
el sentido de la encarnación de Jesús, y en estos literales destaca, entre
otras cosas, que Cristo vino a ser un modelo
de santidad para nosotros, así la primera línea interpretativa que podemos
hacer es que Jesús, siendo Dios, se hizo
hombre para reparar el pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva.
Este plan de salvación debía ser una réplica humana de las apariciones de Adán y Eva antes del pecado,
de quienes se enseña tenían dones preternaturales, es decir, Adán y Eva no
enfermaban y no podían morir. El no morir también se deriva de la misma
enseñanza doctrinal que asegura que por
culpa del pecado entró la muerte en el mundo.
Siendo estos dos aspectos ciertos (la preternaturalidad de
Adán y Eva y la inmortalidad de su ser), si Jesús venía a reparar el daño del
pecado original debía engendrarse, nacer y crecer compartiendo estas dos
características, aunque las mismas se desarrollaran en un mundo ya corrompido
por el pecado. Previa a su existencia, María antecedía esta naturaleza al rescate
al ser creada inmaculada para portar dentro de sí al Salvador del mundo. Jesús,
siendo más que Adán pero también siendo el nuevo Adán, tenía evidentemente este
don preternatural cuya tarea y misión era conservarlo y lo logró. Porque nunca
pecó. Si hubiese cometido la más mínima falta su gracia hubiese caído y su
misión fallado. Pero no olvidemos que no solo, dentro de la preternaturalidad
de Adán y Eva estaba la gracia, estaba también la inmortalidad. Cristo no
moriría por vía natural, solo si pecaba. Cristo nunca enfermó, por lo menos no
hay reportes de esto a nivel bíblico. Cristo solo podía conocer la muerte por
medio del crimen, del asesinato. Por eso él se entregó como oveja al matadero.
Porque al padecer como padeció y no pecar, no quejarse, no odiar, no desear
venganza y sobre todo perdonar a sus
verdugos, dignificó a la humanidad, con su propio sacrificio.
No pensemos en el Padre celestial saciando su sed de justicia con las torturas
de su hijo en el madero. Pensemos en el orgullo del Padre celestial al ver a su
hijo triunfar sobre el pecado para con ello y pasando por la muerte vencer
también al gran verdugo de la humanidad. Por eso San Pablo exalta la misión de
Cristo cuando interpela a la propia muerte: “Muerte ¿dónde está tu victoria?”
Con esto, apreciados lectores, dejo en evidencia la pregunta
que hiciera en consulta previa a este artículo: ¿Se podría decir que la única
forma que Jesús conociera la muerte, al humanarse, era por medio del asesinato
y jamás por muerte natural? Y, repitiéndolas la respuesta del Padre Antonio
Fortea: “Muchos piensan como lo has dicho, sí” Dios los bendiga, nos
vemos en la oración.
Luis Tarrazzi
@luistarrazzi