En
los tiempos de profetas (tiempo que no ha caducado, pero sí se transformó
después de Juan el Bautista con la venida de Cristo) ocurrían signos naturales
o sobrenaturales que requerían anterior o posteriormente una explicación. El
signo sin explicación queda a merced del deseo y la ignorancia colectiva. Es
como el libro del Apocalipsis, a veces tan abandonado en la explicación formal
eclesial que queda a la libre interpretación de personas sin escrúpulos. Estas
interpretaciones o explicaciones en el Antiguo Testamento desde Moisés hasta
Juan el Bautista tuvieron profetas de peso. Un Jeremías, llamado el profeta de
los lamentos, quien vaticinó el destierro de Israel, un Isaías quien cargó
sobre sí la responsabilidad de hablar al detalle sobre los aspectos de antesala
y cierre de la venida del Mesías, y así cada uno, en sus formas, advertía sobre
las consecuencias de vivir alejados de Dios, de sus leyes, pero, sobre todo, de
su amor y confianza.
Con
el pasar del tiempo y dando un salto gigante a nuestra actualidad se han vuelto tímidas las advertencias y hoy, empiristas
y hombres de fe, se distribuyen los hechos, a veces dando a entender que hay cosas que vienen de Dios y otras tienen
explicación desde lo natural, científico o humano (como si esto último no estuviera bajo su control). El demonio desaparece como
artífice de las tentaciones y Dios como dueño del mundo.
"¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre."
(Mateo 10,29)
El
Coronavirus no escapa de esta realidad. Una pandemia que inició a finales del
año 2019 en China y que en tan solo tres o cuatro meses ha cerrado el mundo, ha
transformado la frenética vida humana, sin noches y sin pausas, en una
pasividad del hogar. Triste decirlo, pero no estábamos preparados para vivir
tanto tiempo en familia, algo que otros tiempos posiblemente era más la norma
que la excepción.
Aunque
el mundo avanzó y los tiempos cambiaron esa realidad no pareciera ser parte del
proyecto de vida de salvación que Dios tiene para nosotros. Estar tan ocupados,
tan sumergidos en la tecnología, en el entretenimiento, nos aparta de la mirada
a lo trascendental, nos aparta de ser humanos de pensamientos elevados,
filósofos de nuestras propias vidas. Somos muy especializados, muy
profesionales, muy técnicos, pero cada vez menos humanos. Centrando nuestras
leyes en complacer el capricho de nuestros deseos, no instintivos porque lo
instintivo defiende lo natural, sino del deseo de ser diferentes, de ir contra
la corriente hasta de la misma vida, eso nos llevó a esta realidad. Hoy todos
somos reos del mundo, y la cárcel para reformarnos, el lugar donde debemos
pagar nuestro delito es el hogar, la familia: “¡qué bendición que sea así!”
Nos
decía Sor Lucía, la mayor de las videntes de Fátima, que la última batalla del
demonio contra Dios estaría dirigida contra el matrimonio y la familia. Y esa
batalla estaba ganándola en todo el mundo. Muchos políticos por evitar etiquetas
sociales avanzaron contra las leyes naturales divinas, pero hoy el Coronavirus
(permitido por Dios) nos devuelve al génesis de nuestras vidas, y nos hace no
solo reconocernos en rostros sino en roles.
Dios
interviene en la historia del mundo cuando su camino desenfrenado hacia la
destrucción va llegando a un no retorno. Y por eso, desde la esperanza sabemos
que este mundo Dios jamás lo perderá. No salvará a nadie a la fuerza, como
dicta la enseñanza de San Agustín (“El
Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti”) pero sí salvará a un mundo y
sus criaturas de las malas decisiones de la humanidad. Porque nos dice el
Génesis que todo lo que creó fue bueno,
y el hombre fue muy bueno, pero además
de bueno muy libre. Fue el mayor y
más riesgoso regalo que nos dio, perfección en el chasis, pero libertad en su
uso.
Así
que invito a los predicadores, pastores, catequistas, consagrados, a no tener
miedo de hablar de la mano de Dios que con amor nos corrige y actúa para
salvarnos. No tengan miedo de hablar del peso de nuestras culpas y la gran
necesidad de conversión que clama el cielo. No se trata solo de llamar a la
oración, algo que muchos políticos han hecho con la realidad de este coronavirus
o covid19, sino de llamar a la conversión. Jonás predicó la destrucción de
Nínive, una ciudad que para recorrerla a pie se llevaba tres días. Y este
pueblo, desde su Rey para abajo, clamó perdón y reconoció sus faltas. Se
vistieron de saco (signo de arrepentimiento) y Dios les perdonó la vida. No es
solo oración porque orar sin dirección es reforzar criterios de idolatría. Aquí
se trata con un enorme sentido de pertenencia de decirle al mundo: VUELVAN A CRISTO PORQUE SOLO EN EL ESTÁ LA
SALVACIÓN DEL MUNDO. Muchos llaman a orar al dios que tengan, algo así como
pretender un encuentro amistoso de los dioses para que juntos actúen a favor de
la humanidad. Quizás sea prudente cerrar con un recordatorio que nuestros
hermanos mayores, los judíos, tienen por ley de vida:
“Escucha Israel, el Señor tu Dios es uno, y amarás al Señor con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”
(Deuteronomio
6,4 en adelante)
Dios
los bendiga, nos vemos en la oración
Luis
Tarrazzi
@luistarrazzi
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