lunes, 20 de junio de 2016

¿SALVADOS POR LA GRACIA O POR LA MISERICORDIA?





El tema del cual me he propuesta hablar es delicado porque puede ser mal entendido, y les confieso que a veces pienso solo en los títulos y desarrollo la idea a medida que voy escribiendo. Pero me causa interés hacer una sutil separación entre dos características del amor de Dios que pienso son inseparables, casi que podría hablar de un par que coexiste el uno del otro: la gracia y la misericordia. Cuando hablamos de la Santísima Trinidad, por ejemplo, no hablamos de un orden cronológico, de que primero existió el Padre, luego el Hijo y que luego el Espíritu Santo apareciera de esta relación filial de amor; AL CONTRARIO, San Juan nos recuerda en el capítulo 1 de su evangelio que: “En el principio era la palabra y la palabra estaba con Dios y la palabra era Dios”. Sin embargo entre la gracia y la misericordia creo que primero fue la gracia, quitada de nosotros por el pecado de Adán y Eva y que  la misericordia fue la resurrección de esa gracia que nos reabrió las puertas del cielo.

San Pablo explica claramente en los capítulos 1 y 2 a los romanos que no es la ley la que nos salvará, no se trata de cumplir solo la ley sino que es la fe en Jesucristo la que nos permitirá entrar en el cielo. Y en Efesios agrega: “Porque por gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, sino que es don de Dios”. La clave es comprender de dónde proviene esta reaparición de la gracia que permitió que fuese nuevamente un canal de salvación y cuál fue su costo.

Fue la misericordia de Dios la que activó la misión de Cristo, “porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su único hijo para que por medio de él todos pudiesen salvarse” (Juan 3). Es decir, el amor de Dios es fuente de su misericordia y la gracia, obtenida por los méritos de la pasión y muerte de Jesús más su vida sin pecado, nos devolvió la amistad con el Creador y reabrió las puertas del cielo.

¿Quién es digno de salvarse por sus propias obras?, la verdad nadie. Las buenas obras, necesarias para la salvación, son un derivado, un reflejo de la fe en Jesús. Quien es fiel a Cristo y sigue sus enseñanzas se hace motor de obras de caridad, cumple los mandamientos, ama a la Iglesia. Pero sin Cristo, aunque solo hagamos buenas obras y cumplamos la ley, se vuelve esterilidad el camino a la salvación, algo perfectamente descrito en el encuentro de Jesús con el joven rico, aquel que cumplía la ley, era un justo y buen judío pero rechazó la perfección ofrecida por Jesús, rechazó la salvación ofrecida por el mesías. Así podemos concluir que aquel que no renuncie a sí mismo, tome su cruz y siga a Cristo no se salvará. Hasta ahí llega el efecto de la gracia. La gracia se activa al recibir a Cristo y alejarnos progresivamente del pecado. Pero, ¿qué hay de aquellos que nunca conocieron a Cristo o lo rechazaron por una evangelización tibia, vacía?, pues es aquí donde la misericordia cubre los espacios, rellena los vacíos y amplía las opciones.

La misericordia no es complicidad con el error ni mediocridad con el pecado. La misericordia es la fuente del perdón que se activa únicamente cuando aquel que viendo sus miserias y pecados se arrepiente, abraza la verdad y pide una oportunidad. La misericordia no es burocrática ni cruel, se activa rápido ante un corazón sincero y da las mismas opciones de salvación de aquel que vivió toda su vida en sacrificios y sacramentos. La trampa es pensar que podemos tener a la misericordia como un comodín para ir al cielo eliminando las privaciones y sacrificios, porque resulta que el apego y acomodo al pecado es la principal pared que impide ver la misericordia, ya que el pecado construye rápidamente un muro con ladrillos de soberbia y orgullo que nos distancia de Dios.

La misericordia de Dios nos salva, al igual que la gracia, porque fue la misericordia, fruto del amor de Dios, la que le motivó a Jesús su misión salvífica para la humanidad. La mirada de Dios, llena de compasión y piedad, solo busca que conociendo a Jesús vivamos felices, sin apegos materiales que generan esclavitud y muerte. Así podríamos concluir que no hay gracia sin Cristo y no hay misericordia sin deseo de conversión. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.

Luis Tarrazzi

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