El tema del cual me he propuesta
hablar es delicado porque puede ser mal entendido, y les confieso que a veces
pienso solo en los títulos y desarrollo la idea a medida que voy escribiendo.
Pero me causa interés hacer una sutil separación entre dos características del
amor de Dios que pienso son inseparables, casi que podría hablar de un par que
coexiste el uno del otro: la gracia y la misericordia. Cuando hablamos de la
Santísima Trinidad, por ejemplo, no hablamos de un orden cronológico, de que
primero existió el Padre, luego el Hijo y que luego el Espíritu Santo apareciera
de esta relación filial de amor; AL CONTRARIO, San Juan nos recuerda en el
capítulo 1 de su evangelio que: “En el
principio era la palabra y la palabra estaba con Dios y la palabra era Dios”.
Sin embargo entre la gracia y la misericordia creo que primero fue la gracia, quitada
de nosotros por el pecado de Adán y Eva y que la misericordia fue la resurrección de esa gracia que nos reabrió las puertas del
cielo.
San Pablo explica claramente en
los capítulos 1 y 2 a los romanos que no es la ley la que nos salvará, no se
trata de cumplir solo la ley sino
que es la fe en Jesucristo la que nos permitirá entrar en el cielo. Y en
Efesios agrega: “Porque por gracia habéis
sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, sino que es don de
Dios”. La clave es comprender de dónde proviene esta reaparición de la
gracia que permitió que fuese nuevamente un canal de salvación y cuál fue su
costo.
Fue la misericordia de Dios la
que activó la misión de Cristo, “porque
tanto amó Dios al mundo que entregó a su único hijo para que por medio de él
todos pudiesen salvarse” (Juan 3). Es decir, el amor de Dios es fuente de
su misericordia y la gracia, obtenida por los méritos de la pasión y muerte de
Jesús más su vida sin pecado, nos devolvió la amistad con el Creador y reabrió
las puertas del cielo.
¿Quién es digno de salvarse por
sus propias obras?, la verdad nadie. Las buenas obras, necesarias para la salvación, son un derivado, un reflejo de la fe
en Jesús. Quien es fiel a Cristo y sigue sus enseñanzas se hace motor de obras
de caridad, cumple los mandamientos, ama a la Iglesia. Pero sin Cristo, aunque
solo hagamos buenas obras y cumplamos la ley, se vuelve esterilidad el camino a
la salvación, algo perfectamente descrito en el encuentro de Jesús con el joven
rico, aquel que cumplía la ley, era un justo y buen judío pero rechazó la perfección ofrecida por Jesús,
rechazó la salvación ofrecida por el mesías. Así podemos concluir que aquel que no renuncie a sí mismo, tome su
cruz y siga a Cristo no se salvará. Hasta ahí llega el efecto de la gracia.
La gracia se activa al recibir a Cristo y alejarnos progresivamente del pecado.
Pero, ¿qué hay de aquellos que nunca conocieron a Cristo o lo rechazaron por
una evangelización tibia, vacía?, pues es aquí donde la misericordia cubre los
espacios, rellena los vacíos y amplía las opciones.
La misericordia no es complicidad
con el error ni mediocridad con el pecado. La misericordia es la fuente del
perdón que se activa únicamente
cuando aquel que viendo sus miserias y pecados se arrepiente, abraza la verdad y pide una oportunidad. La
misericordia no es burocrática ni cruel, se activa rápido ante un corazón
sincero y da las mismas opciones de salvación de aquel que vivió toda su vida
en sacrificios y sacramentos. La trampa es pensar que podemos tener a la
misericordia como un comodín para ir al cielo eliminando las privaciones y
sacrificios, porque resulta que el apego y acomodo al pecado es la principal
pared que impide ver la misericordia, ya que el pecado construye rápidamente un
muro con ladrillos de soberbia y orgullo que nos distancia de Dios.
La misericordia de Dios nos
salva, al igual que la gracia, porque fue la misericordia, fruto del amor de
Dios, la que le motivó a Jesús su misión salvífica para la humanidad. La mirada
de Dios, llena de compasión y piedad, solo busca que conociendo a Jesús vivamos
felices, sin apegos materiales que generan esclavitud y muerte. Así podríamos
concluir que no hay gracia sin Cristo y no hay misericordia sin deseo de
conversión. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.
Luis Tarrazzi
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