13 de octubre de 2013 a la(s) 13:26
Una de las cosas que a mi entender más influye en la forma de creer y comprometernos con la fe es precisamente nuestro entorno social, entorno que involucra desde nuestro núcleo familiar más cercano, hasta esas personas desconocidas que nos topamos en la calle y que quizás las vemos una sola vez en toda nuestra finita existencia humana.
Cuando pensaba en ello siempre meditaba sobre mis “malas amistades”, quizás esos amigos con los que comparto momentos espirituales estériles o nulos, bromas vulgares, bebidas alcohólicas e inclusive malos pensamientos. Porque sí, hoy por hoy negarnos que quienes vivimos una vida 100% secular no nos enfrentamos o disfrutamos esas experiencias, seríamos los más mentirosos con Dios y con nosotros mismos. No obstante, cuando la pregunta me la hice al revés todo cambió, porque el dejar de ser víctimas para pasar a ser victimarios, pasar a ser nosotros esa mala influencia para otros, producto de la inconsistencia espiritual, del hablar de Dios pero no vivirlo, del aparentar una espiritualidad muy profunda cuando en realidad somos como esas tumbas vacías de las que habla Jesús en su enfrentamiento verbal contra los fariseos de la época (Mateo 23, 27 -28), lo cambia todo. Porque al final, y creo firmemente que es así, insistir en amar a Dios desde las pasiones y placeres del mundo, nos hace intentar creer en él desde el infierno.
Hace ya algún tiempo encontré un pensamiento de un Santo llamado San Gabriel de la Dolorosa, que cuando lo leí la primera vez me pareció extremista, pero que cuando uno lo medita desde lo que es la eternidad y lo que implica dejarlo todo por Dios, sin duda le encontré mucho sentido. El pensamiento dice así: “"Mi buen colega; si quieres mantener tu alma libre de pecado y sin la esclavitud de las pasiones y de las malas costumbres tienes que huir siempre de la lectura de novelas y del asistir a teatros donde se dan representaciones mundanas. Mucho cuidado con las reuniones donde hay licor y con las fiestas donde hay sensualidad y huye siempre de toda lectura que pueda hacer daño a tu alma. Yo creo que si yo hubiera permanecido en el mundo no habría conseguido la salvación de mi alma. ¿Dirás que me divertí bastante? Pues de todo ello no me queda sino amargura, remordimiento y temor y hastío. Perdóname si te di algún mal ejemplo y pídele a Dios que me perdone también a mí". Esto, aunque pareciera una invitación a no vivir, es simplemente uno de los pasos más determinantes, el que verdaderamente marcará un antes y un después, en la vida de todo cristiano, lo que podríamos llamar: la conversión.
En la película de Jesús de Nazareth de Franco Zeffirelli, hay un diálogo entre Mateo y Simón (Pedro), cuando emprenden su primer viaje largo con Jesús, en el que Simón (Pedro) le comenta a Mateo los reclamos de su mujer por su partida, insinuando que él regresaría con ellos, con su familia. Y Mateo, mostrando un mayor nivel de espiritualidad en ese momento, le dice a Simón (Pedro) que no la engañara ni se engañara a sí mismo, porque él sabía que más nunca regresarían y de hecho sabía que ellos más nunca serían los mismos. Este diálogo, interpretativo más que bíblico, creo que expresa muy bien la importancia de cumplir esa invitación de Jesús, cuando señaló: “Y todo el que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos o tierras por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna”. (Mateo 19, 29). No es una invitación a la irresponsabilidad, a abandonar familias y volvernos errantes. No, la familia en la fe cristiana es la base y esencia de la transmisión del evangelio y garantía de continuidad. Pero sí es una invitación más profunda, más imperceptible pero determinante, es la renuncia total al mundo, por aspirar bienes mayores.
Vivir tanto para este mundo preocupa, sobre todo cuando Jesús deja ver entre líneas que el demonio es el príncipe del mundo (Juan 12,31) y todos nos vemos envueltos en esa trampa. Inclusive quien escribe estas líneas no puede presumir de vivir lo que sugiere en este artículo.
El sarcasmo de pretender amar a Dios y adorarle desde el infierno, desde este infierno construido por nuestras pasiones, vanidades, arrogancia, búsqueda de poder, es lo que nos hace pensar que estamos experimentando sacramentos, misas, catequesis, sobre lápidas hermosas pero llenas de huesos. Que cada año que pasa es una libreta de metas logradas pero con un alma prisionera, seca, que anhela abrazar a su creador y nosotros en vez de construirle un templo a nuestra alma le hemos construido una cárcel. El desespero de nuestros ángeles custodios, de los santos y de Dios no es porque hagamos grandes cosas por la fe, sino que la fe haga grandes cosas por nosotros, nos transforme y nos salve. Que Dios los bendiga, nos vemos en la oración.
Lic. Luis Tarrazzi
Muy gratificante tu blog. De verdad que llama a la reflexión... Saludos desde mi corazon.
ResponderEliminarGracias Juan. Se te recuerda con cariño y sabes que la oración y la fe nos mantiene cerca y unidos.
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