Una de las enfermedades más
terribles narradas en los tiempos de Jesús era la lepra. Una enfermedad que
básicamente consistía en el deterioro sistemático de la piel y cuya impresión y
desprecio visual era innegable. Tanto así que por ley, el leproso debía vivir
apartado de su comunidad y tener una campana que anunciara su cercanía o
llegada a un lugar.
La lepra no es, en esencia, muy
diferente al daño terrible que sufren los pulmones por el consumo de
cigarrillo, pasivo o activo.
La diferencia es lo que logramos ver a lo que llevamos en privado o imperceptible a nuestros
ojos. Si el consumo de cigarrillo generara daños visibles tan severos como los
de la lepra ¿hubiese tantos fumadores?
Con el pecado ocurre lo mismo,
pero a nivel espiritual. El pecado descompone nuestra conciencia, nuestra
conducta, pero sobre todo deteriora nuestra alma, ya que al perder la gracia
pasamos por el mismo proceso que pasaron los demonios, que siendo de hermosa
naturaleza angelical corrompieron su esencia convirtiéndose en seres horribles,
cargados de odio y maldad.
Muchos desestiman el pecado
inclusive negando su existencia y sus efectos en nuestras vidas. Pero ¿cuántos
fumadores, por no tener una visión constante de sus pulmones, no piensan
igual?: “Eso no me pasará a mí”, “Yo fumo controlado y eso del cáncer es para
personas que fuman más que yo”, etc.
El pecado no solo es la enemistad
con Dios, nos aleja de él (Nosotros de
él), sino también es la enfermedad del alma, es la célula cancerígena con
la que todos nacemos (la concupiscencia), sanada de entrada por el bautismo y
reparada con el sacramento del perdón. La soberbia principalmente activa y
alimenta este cáncer y el alma se oscurece, pierde brillo y su capacidad de
transmitir la luz de Cristo.
Sí, el pecado es el alquitrán del
alma. Un buen examen de conciencia nos podría dar luces de cómo está nuestra
salud espiritual y, a tiempo, buscar la conversión y la gracia. Dios los
bendiga, nos vemos en la oración.
Luis Tarrazzi